
«Una auténtica
democracia es posible solamente en un Estado de derecho y sobre la base de una
auténtica concepción de la persona humana» (Juan Pablo II)[1]
Por Germán Eduardo Grosso Molina
Nota: El presente trabajo responde a un borrador elaborado por el autor en el marco de la conmemoración de los 30 años de democracia, desarrollado en diciembre de 2013, en el ámbito de la Comisión de Justicia y Paz del Arzobispado de San Juan.
Introducción
En el marco de las celebraciones que se vienen desarrollando
este año en diferentes ámbitos, en el
que se cumplen 30 años de democracia
ininterrumpidos, desde su recuperación en 1983, tras la salida de lo que
denominó el “Proceso de Reorganización Nacional” (instalado a partir del Golpe
de Estado de 1976 en la Argentina), humildemente comparto una serie de
reflexiones sobre este acontecimiento, las que se desarrollarán en el presente
documento a la luz de la Doctrina Social de la Iglesia; las que se dirigen no
sólo hacia los fieles de nuestra Iglesia católica, sino a toda la sociedad en
general.
La providencia divina ha previsto que esta celebración
coincida con el arribo a la cátedra de san Pedro del Ex - Cardenal Jorge
Bergoglio (Ex Arzobispo de Buenos Aires y Ex Presidente de la Conferencia
Episcopal Argentina), quien bajo el nombre de “Francisco” ha asumido como
Obispo de Roma, y como tal, Pastor de la Iglesia Universal, siendo el primer
Papa latinoamericano de la historia del Pueblo de Dios, y el que ha inyectado,
a partir de su estilo austero, humilde y carismático, una gran dosis de
optimismo y renovación en el mundo entero, no sólo católico. La reciente
edición de la Jornada Mundial de la Juventud realizada en el mes de Junio en
Río de Janeiro, Brasil, ha sido una prueba evidente de ello, y de cómo el soplo
del Espíritu Santo está plenamente presente en los tiempos actuales. Seguir sus
mociones es el reto a superar.
Esta circunstancia nos permite reflexionar sobre la historia
reciente de la democracia argentina y sobre su futuro próximo de una manera más
clara y nítida, pero a la vez nos obliga a que la misma se realice con mayor
responsabilidad y compromiso social.
Y siendo la democracia el tema central de nuestro estudio,
primeramente debemos tener claro que toda forma de organización política y
social debe centrar su mirada en la realización del bien común, respetando la
dignidad de toda persona humana (eje y centro de la vida social, la política y
el derecho)[2]. A
su vez, es fundamental que las energías consumidas en ese afán tengan, como
otro marco de referencia, una preocupación especial por los más pobres y
excluidos de la sociedad[3].
Una democracia que descuide a sus miembros más débiles se degeneraría como tal
y perdería su razón de ser[4].
No podemos nunca olvidar que Esta es la tarea esencial de la evangelización, que incluye la opción
preferencial por los pobres, la promoción humana integral y la auténtica
liberación cristiana[5].
En tal sentido, podemos citar las sabias reflexiones del
Papa Juan Pablo II, gran ejecutor de los “programas” plasmados ya en el
Concilio Vaticano II, quien en cierta oportunidad, enseñaba que toda
democracia:
…antes aún de plasmarse en una organización política
concreta, es una opción fundamentalmente ética en favor de la dignidad de la
persona, con sus derechos y libertades, sus deberes y responsabilidades, en la
cual encuentra sustento y legitimidad toda forma de convivencia humana y de
estructuración social. La Iglesia, que no posee una fórmula propia de
constitución política para las naciones, ni pretende imponer determinados
criterios de gobierno, encuentra aquí el ámbito específico de su misión de
iluminar desde la fe la realidad social en que está inmersa.
En efecto, la Iglesia enseña que las estructuras
político-jurídicas han de dar «a todos los ciudadanos, cada vez mejor y sin
discriminación alguna la posibilidad efectiva de participar libre y activamente
en el establecimiento de los fundamentos jurídicos de la comunidad política, en
el gobierno del Estado, en la determinación de los campos y límites de las
diferentes instituciones y en la elección de los gobernantes» (Conc. ecum. Vat.
II, const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 75), lo
cual comporta para los mismos ciudadanos «el derecho y el deber de utilizar su
sufragio libre para promover el bien común» (Conc. ecum. Vat. II const. past.
Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 75). Para ello es
necesario que cada persona tenga no sólo derecho a pensar y propagar sus ideas,
y a asociarse con libertad para la acción política, sino que tenga también
derecho a vivir según su conciencia rectamente formada, sin perjudicar a los
demás ni a uno mismo, y todo esto en virtud de la plena dignidad de la persona
humana[6].
La “igualdad” y la “libertad”, han sido los postulados
supremos de cualquier sistema “democrático”, ya desde la época clásica. Sin
embargo fue el último siglo el que ha podido aportar un gran legado para el
porvenir de la humanidad: el respeto
ineludible de los derechos humanos fundamentales[7],
aunque bien a un altísimo costo (pues previa a las Declaraciones
internacionales de DD.HH., se debieron superar 2 guerras mundiales, el
“holocausto”, la guerra fría, etc.). Por eso la democracia de hoy no se
entiende si no es vinculada con el respeto por los derechos humanos. Sin
embargo darles a éstos un sólido fundamento ético y antropológico[8]
es el desafío para evitar su manipulación por ideologías e intereses políticos
y económicos sectarios[9].
Claro lo dicho, y conforme a estas breves consideraciones
previas, se analizarán a continuación diferentes aspectos relativos a la
conmemoración que en este año celebramos, como un humilde aporte para el
momento histórico que celebramos.